
Cuando Ares y yo nos conocimos, yo acababa de salir de un divorcio y de renunciar a mi empleo en una firma de arquitectos. En menos de tres meses, me había quitado de encima 6 pies- 2 pulgadas y 200 libras de hombre vago, junto a la desgracia de haberme casado con alguien que valoraba su vida proporcionalmente a lo que tenía en el banco. De un fajazo, renuncié a la casota en el suburbio adinerado, todo lo que quedaba en el banco y el Mercedes Benz. Total, nada de esto lo había tenido antes, y en el poco tiempo que lo tuve, no daba abasto para reemplazar el amor que faltaba en esa relación. También dejé aquel trabajo, y la jefa que siempre me buscaba para hablarme de sus carteras de diseñador, sus viajes semanales al Caribe y los múltiples diamantes que llevaba encima a diario. Me ahogaba en tanta falsedad y tanta desilusión.
Pocas semanas mas tarde –borrón y cuenta nueva- ya tenía un trabajazo, apartamento y carro nuevo. Todo pagado por mí, sin buscar ayuda de nadie para nada. Todo marchaba bien, y me levantaba poco a poco.
Buscando el punto medio, ayer acepté una oferta de trabajo en una firma de arquitectos. Desde entonces, la cabeza me da vueltas pensando que regresaré al campo que juré no regresaría. Sé lo que me espera: días trazando líneas de colores en una pantalla negra, políticas de oficina, tapones infernales a diario, etc. Pero, ese es el precio a pagar por nuestro bien financiero y por la necesidad que siento de tener algo completamente mío, para mis hijos y mi familia. Y no hablo del carro en mi marquesina, ni de la casa que acabamos de comprar. No, nada de esto me llena, aunque ese fruto táctil sirve de empuje de vez en cuando. Lo que busco ahora es lo que encontré en aquella época post-divorcio: la felicidad de saber que puedo contar conmigo para todo en la vida. Esta vez, no solo por mi, pero por el bien de mis hijos y mi marido.
Es como Deja vú, sin darle de baja al marido, sin quedarme sin techo, ni devolver mi carruaje. Empiezo a trabajar el lunes.